Imagina lo siguiente: Estás andando por la calle, ya son más de las diez de la noche, y vuelves a casa como muchos otros. Cada vez hay menos gente y cada sonido extraño te alarma. Oyes unos pasos detrás tuya y aceleras el paso. De repente, unos jóvenes te asaltan con una navaja y te golpean y amenazan, en el mejor de los casos, para que les entregues tu teléfono móvil. Se lo das y vuelves a casa abatido y asustado, esperando un poco de comprensión y un reconfortante abrazo, pero en lugar de eso, tus padres te empiezan a chillar porque "lo ibas pidiendo a gritos". "Seguro que ibas con el whatsapp por la calle", dice tu padre mientras tu madre llora. ¿Cuántas veces te han dicho que usar ese móvil es una invitación a que te lo roben? El culpable eres tú y sólo tú, por llevarlo ahí fuera.
Imagina esta otra situación: Estás en un bar, tomando unas cervezas con tus amigos. Un chico que está en la mesa de al lado se acerca y se une a la conversación. Parece simpático, tenéis cosas en común y te lo estás pasando bien. Te llega un mensaje al móvil y respondes. Él lo halaga, le gusta el modelo y te habla de lo bien que funciona una de sus aplicaciones favoritas. Pasáis una buena noche todos juntos, pero cuando vas a irte te das cuenta de que no tienes tu teléfono, y ves a ese otro chico con él en las manos. Se lo pides, pero se niega a devolverlo bajo la excusa de que "se lo has restregado por delante toda la noche, ahora no puedes quejarte". Al día siguiente vas a la comisaría a denunciar el robo, pero los agentes se ríen de ti y te preguntan si realmente te han robado el teléfono, si "puede ser que se lo dieras porque estabas borracho" o si "se lo diste porque quisiste y ahora te arrepientes". Aun así, pones la denuncia. Un rumor cuenta que "le dijiste que se lo ibas a dar, pero a última hora te arrepentiste, así que él no tuvo más remedio que cogerlo".