¿Recuerdas aquel día en que viste la nómina de tu compañero de trabajo, ése que hace los turnos contigo, y cobraba más que tú? ¿Qué me dices de aquella vez que quisiste tomar una hamburguesa con tu pareja y os echaron del local? ¿Hablamos de esa vez que te esquivaron al conocer tu religión? ¿Preferirías comentar el día en que te recomendaron cambiar tu apariencia para no ser asesinado o quizá querrías hablar de aquella vez que te asesinaron precisamente por querer cambiar tu cuerpo o tu expresión para ser quien eres?
Quizá te sea imposible imaginarte en ninguna de estas situaciones, ya que quizá seas varón, heterosexual, de religión cristiana, de raza caucásica, cisgénero... Puede, incluso, que lo seas todo a la vez. En ese caso, te ruego que sigas leyendo, porque lo que viene a continuación puede que te interese más de lo que crees.
La vida es dura, es un hecho. Sacar fuerzas, día a día, para ir a trabajar, a estudiar, ocuparte de tu casa, de tu familia, sacar tiempo para tus amigos y tus responsabilidades... es agotador. Sin embargo, algo tan sencillo como vestirte con tu ropa favorita o salir a cenar con tu pareja puede llegar a ser todo un acto de valentía para algunas personas. Todos compartimos, en mayor o menor medida, las mismas pesadas cargas, pero, más allá de las bases, lo que para algunos es un cómodo paseo, para otros puede ser la peor de las torturas. Esto son los privilegios.
Como ya dejaba caer en un artículo anterior, una conducta privilegiada es aquella que se considera aceptada socialmente al tener en cuenta el contexto en que se realiza, quién la realiza y quién es objeto de dicha conducta. Es decir los privilegios son una construcción social, asignados arbitrariamente en base a lo que una sociedad o una cultura considera "normal" y "adecuado".
De esta forma, según quién seas y dónde te encuentres, tus acciones tendrán una mayor o menor repercusión social. Todos hemos sufrido las consecuencias de los privilegios en algún momento de nuestra vida, y todos hemos reivindicado la injusticia que deriva de ellos a nivel personal. Sin embargo, cuando alguien con menos privilegios que nosotros habla de sus problemas, tendemos a restarle importancia o a escudarnos en que nosotros también sufrimos a raíz de ellos, cayendo en las garras del poder, en la comodidad de la posición que hasta hace poco criticábamos en otros.
Vemos, entonces, que tener privilegios no nos hace malas personas, ni implica que no suframos discriminación o rechazo por cualquier otro motivo. Tener privilegios sólo significa que gozamos de la aceptación social ante ciertas actitudes y comportamientos que desarrollamos de manera habitual; pero debemos ser conscientes de que este gozo nos puede insensibilizar a las dificultades que pasan aquellos que no han conseguido privilegiar esas mismas actitudes y comportamientos en su contexto, en su propia vida como individuos activos.
Voy a poneros un ejemplo que quizá sea más cercano a vosotros:
Vas de camino a clase y un grupo de señoras se te queda mirando. Oyes, al pasar, cómo te asignan una determinada personalidad y un determinado estatus cultural basándose en características como el piercing de la nariz, ese tatuaje que asoma bajo la manga de tu camiseta, que tu ropa "parece sacada de un vertedero"... Tú piensas que es una falta de respeto juzgarte así, sin conocerte. Eres una persona culta, estás estudiando en la universidad, lees a menudo y nunca has hecho daño a una mosca (sin contar aquella pelea en el patio cuando eras joven). Y, sin embargo, te miran, te señalan, cuchichean por lo bajo en el mejor de los casos, mientras que cualquier otro día dejarán escapar "por casualidad" cualquier clase de improperio para que lo oigas "sin querer" cuando pases por delante. Por suerte, esto sólo genera unos minutos de malestar, pues pronto llegas junto a tus compañeros de clase, a tus amigos, a tu familia, y la vida vuelve a fluir. Todo vuelve a ser normal.
Si me río de la negra igual se olvidan de que yo también lo soy
Ahora, imaginad la misma situación, pero ahora esas señoras están en todas partes, son todas las personas que veis. Son las que pasean al perro, las que toman café en el bar de la esquina, las que llevan a sus hijos al colegio y las que van conduciendo. Son tus profesores, tus padres, tus compañeros de clase. Son la enorme mayoría de personas que te encuentras a diario. Además, resulta que, cuando quieres quitarte esa ropa para intentar desviar su atención, no puedes. Está pegada a ti. Cada tirón de la camiseta parece un corte, cada intento desesperado de desabrochar el pantalón duele como un disparo. Al final, desistes y decides ponerte una de esas estériles y nada estéticas batas blancas, esperando que, si no muestras nada de lo que llevas, lo que eres, te dejarán en paz.
Y así es. Por fin pasas desapercibido. Por fin la gente deja de señalar, de hacer comentarios hirientes, al menos voluntariamente. Hablan de lo contentos que están de que por fin hayas "superado esa fase" y "te comportes como una persona de verdad". Pero un día, un fatídico día, te olvidas de abrochar el último botón de la bata. Hace viento, y su fuerza deja salir por entre la lisa tela blanca un resquicio de color, una silueta de lo que llevas bajo aquella apariencia sobria. Y ahí es cuando vuelven a la carga los malos gestos, las malas palabras, las amenazas y los insultos, el rechazo y la soledad. Y al buscar consuelo en tu familia y amigos, sólo encuentras reproches y gritos acerca de cómo tapar mejor aquello que eres y que, por muchas vueltas que le des, no hace daño a nadie.
Así es la vida de todas aquellas personas que no gozan de muchos de los privilegios que nosotros asumimos sin darle importancia alguna.
- Las personas blancas podemos caminar por cualquier calle, por cualquier barrio, sin que la policía o los vecinos asuman que sólo estamos allí para robar o para causar problemas.
- Los hombres (personas asignadas hombre al nacer) pueden volver a casa por la noche sin el miedo constante de ser violados.
- Las mujeres (personas asignadas mujer al nacer) pueden relacionarse con niños sin que las acusen inmediatamente de buscar el momento propicio para abusar de ellos.
- Las personas de religión cristiana pueden moverse por el mundo occidental sin que repercuta en su comodidad y sus derechos. No serán considerados una amenaza de manera automática.
- Las personas heterosexuales pueden demostrar su afecto en público sin desatar una fuerte polémica acerca de la validez o la "naturalidad" de dicho afecto.
- Las personas cisgénero pueden expresar su identidad sin miedo a ser objeto de violencia física o verbal. Es más, cuanto más heteronormativamente cisgénero sea la expresión de una persona, mayor reconocimiento social obtiene.
- Y como estos, muchos otros ejemplos de comportamientos privilegiados en nuestra sociedad.
Vemos que, efectivamente, hay un patrón, una línea general de identidades, expresiones y características que generan reacciones positivas, de receptividad y de seguridad en la sociedad, mientras que existen otras identidades, expresiones y características que resultan negativas, son ignoradas e incluso se consideran una amenaza. Es por esto que debemos revisar nuestros privilegios.
Revisar nuestros privilegios implica un proceso de deconstrucción de la acción social. Implica conocer quienes somos como actores, qué hacemos y qué consecuencias provocamos. Implica entender las razones por las que nosotros podemos actuar de cierta forma y salirnos con la nuestra, mientras que otras personas reciben un castigo social por actuar de la misma manera. Implica sacar la cabeza de la niebla de los convencionalismos y mirar nuestra vida con la perspectiva objetiva que nos da el raciocinio puro, sin influencias culturales, sociales ni religiosas. Implica no sólo ser conscientes de la desigualdad, si no, además, participar activamente en la lucha por la privilegiación de aquellas personas desprivilegiadas.
En definitiva, revisar nuestros privilegios implica enfrentarnos a una verdad incómoda, que hay personas cuya identidad y expresión se encuentran desprivilegiadas por motivos tan arbitrarios como el color de su piel, su sexualidad, que les asignaran un género incorrecto al nacer o la religión que escogieron seguir.
Es duro reconocer que nuestra visión del mundo no es perfecta. Es duro aceptar que lo que siempre nos habían dicho que era "el bien" hace mal a otras personas. Es duro asumir que nuestro sufrimiento no nos hace especiales, que el sufrimiento de los demás también es válido y merece la misma atención, si no más. Es muy duro tener que derribar los cimientos de nuestro mundo, pues son los únicos que conocemos. Sin embargo, para construir el futuro es necesario cimentarlo sobre una base sólida, sostenerlo con la fortaleza del respeto y la fraternidad, en lugar de sobre pilares oscilantes colocados de manera descuidada.
El bueno de Ben, haciéndome más amena la explicación.
Así, en resumen, diremos que tener privilegios no nos convierte en malas personas ni en opresores de los desprivilegiados de manera automática, pero, como diría mi buen amigo Ben Parker, un gran poder conlleva una gran responsabilidad. Esta responsabilidad no es si no para con los menos privilegiados, la responsabilidad de construir un mundo en que hablemos de derechos inalienables, que no son más que consecuencia de la generalización de los privilegios.
Que grande eres <3
ResponderEliminarRecuerdo la primera vez que fui a Londres y arrastraba una maleta gigante por unas escaleras de piedra y... un señor negro vino a ayudarme. Gracias a esos chicos malotes del Bronx, a que por entonces no era común ver a gente de otras razas por España y demás, de alguna manera, aunque no lo sabía... debí haber interiorizado que aquel hombre, por su color de piel, iba a hacerme algo malo.
ResponderEliminarPero no, alrededor tenía un montón de personas, blancas, amarillas rojas y grises, yo que sé, de todo tipo. Todos pasaban de mí y ese hombre amablemente insistió en subirme él la maleta, ayudarme a encontrar mi línea de metro correcta y deshacer todo el trecho hasta llegar a mi andén correcto. Y se fue, sin más.
Me di cuenta de lo estúpida que era, que había sido. Poco después una señora señaló mi colgante (una cruz invertida con símbolos grabados que me regaló mi padre) y me preguntó de dónde la había sacado, sin miedo ni gestos como los que veía cuando la sacaba por España y todos creían que yo debía ser una satánica loca. Y en un banco me atendió un muchacho con un montón de tatuajes y piercings. Ah, y una cresta color verde fosforito.
Ese shock repentino me dura hasta el día de hoy y me rió de lo tonta que yo era y de lo tontos que somos al juzgar a alguien por su apariencia. A veces por algo sobre lo que no tienen control, otras por elecciones personales. En todo caso, por nada que sea malo. Ni el color, ni los tatuajes ni nada.
Aquí siguen obligándote a quitarte los piercings para trabajar en cualquier cosa de cara al público, tienes que ocultar los tatuajes, a mí me han pedido varias veces que baje de peso y me ponga tacones con los que me duelen los pies y que me tiña el pelo para dar mejor imagen.
Los privilegios existen, desde luego... y en más sentidos de los que creemos.